Paco y Rocío son dos jóvenes católicos. Rocío recibió en casa de sus padres una esmerada formación cristiana: le enseñaron distintas prácticas de piedad, le instruyeron en las verdades de la fe y le transmitieron principios sólidos de moral cristiana. Ella ha procurado ser una buena católica, aunque sin complicarse demasiado la vida. Paco también recibió formación cristiana en casa de sus padres, aunque de un nivel más bien elemental, con poca influencia en su vida diaria (iban a Misa solo con ocasión de eventos familiares, como bodas y, a veces, en Navidad).
En los últimos años de carrera, Paco y Rocío comenzaron una relación de noviazgo. Una vez graduados, por la difícil situación económica, Rocío se vio obligada a trasladarse a otro país, también de tradición católica. Ahí encontró un trabajo estable y con perspectivas de crecimiento, a pesar de que en los primeros años el salario era bajo. Para no cortar la relación, Paco y Rocío comenzaron a viajar periódicamente para estar juntos. Cuando Rocío viajaba a su país de origen, vivía en la casa de sus padres. Cuando Paco viajaba para visitar a Rocío, al principio se quedaba en un hotel. Sin embargo, después del segundo viaje, comentó a su novia que los gastos del hotel eran altos y que el tráfico de la ciudad le hacía perder demasiado tiempo. En fin, era evidente que lo que Paco quería era quedarse en el apartamento de Rocío durante sus visitas. Aunque ella no estaba muy convencida de esa solución, por no contristar a Paco y facilitar las cosas, le dijo que, si quería, las próximas veces podía alojarse con ella. Él respondió que le parecía muy buena solución, y así lo comenzó a hacer.
Pasaron algunos meses, y Paco encontró un trabajo modesto en la misma ciudad donde estaba Rocío y se trasladó a vivir ahí. Para ahorrar dinero, y como la relación era cada vez más seria, decidieron vivir juntos en el apartamento de Rocío.
Seis meses después, los dos finalmente deciden poner fecha a la boda. Rocío, entonces, acude a su amiga Luisa, a la que hace años que no ve, pero sabe que era muy practicante, para preguntarle qué tiene que hacer para casarse por la Iglesia. Luisa le habla de los cursos prematrimoniales, le anima a ir enseguida a la parroquia, etc. En un momento determinado de la conversación Luisa se da cuenta de que Rocío vive ya con su novio.
En cualquier caso, Luisa muestra una actitud acogedora y la invita a ilusionarse con formar una familia cristiana. En una conversación posterior, conoce al novio, y les continúa explicando los pasos que deberían dar para prepararse al matrimonio. Los novios se van con ganas de celebrar el matrimonio en la Iglesia.
Después de ese encuentro, Luisa se queda algo pensativa. Ya que no está bien que Paco y Rocío vivan juntos sin estar casados, se pregunta si debe hablarles con claridad de que se separen hasta la fecha de la boda. Esto mostraría su contrición y su buena fe. A veces se pregunta si bastaría con que se confesasen justo antes de la boda, pues podría verse como una mera formalidad, sin que haya verdadero arrepentimiento. Siente que le faltan argumentos para explicar lo de la separación previa al matrimonio, y teme que, en vez de alentar a retomar su vida cristiana, esta exigencia desanime a Paco y Rocío a casarse en la Iglesia.
Se pregunta:
‒ ¿Cómo afrontar en el apostolado la situación de los amigos que se preparan para el matrimonio, cuando ya han comenzado a convivir?
‒ ¿Se les debe insistir en que se separen hasta el día de la boda? ¿Existen situaciones en las que cabría tolerar dicha convivencia?
‒ Quid ad casum?
Caso 3. Ficha técnica
Sobre la convivencia de los novios con proyectos matrimoniales
Con frecuencia sucede –especialmente en las grandes ciudades a las que se dirigen elevados números de personas por motivos de estudio o trabajo– que los jóvenes que se acercan a la parroquia para expresar su intención de casarse vienen, en su mayoría, del extranjero o de otras partes del país. Muchas veces viven lejos de sus familias y de los amigos que conocían antes, y ahora están en una situación en que se encuentran solos, o compartiendo una vivienda con otras personas que casi no conocen, al menos al inicio.
Algunas de las grandes ciudades resultan además muy caras. Los costes de alojamiento, transporte y comida pueden ser considerables, y hay pocas posibilidades de ahorrar para el futuro. Añadido a esto, para los jóvenes profesionales, las muchas horas de trabajo pueden dificultar que cultiven las relaciones sociales.
Por desgracia, en muchos sitios se ha extendido entre los novios la práctica de vivir juntos, con el fin de reducir gastos y también para no tener que compartir con otras personas el alojamiento. Esto suele suceder frecuentemente cuando empiezan a tomar en serio su relación y contemplan la posibilidad de casarse. En las sociedades en que la convivencia previa se considera cada vez más como algo “normal”, estas soluciones generan poca sorpresa, no solo porque se alaba una supuesta “sabiduría” de ahorrar para el futuro, sino porque, en general, no se ve problema en que convivan dos personas que se quieren.
Los que se encuentran en esta situación quizás han recibido una buena formación cristiana en el hogar, en la escuela o en grupos de jóvenes relacionados con la Iglesia. Saben qué es lo correcto, pero también ven la dificultad económica en que se encuentran, y temen por el futuro. Pueden justificarse pensando que se trata, después de todo, de algo temporal (ellos no están en contra del matrimonio). Incluso algunos podrían seguir un arreglo de este tipo –la cohabitación– con buenas intenciones y con la resolución clara de evitar tener relaciones sexuales antes de casarse: cosa que, aunque no es imposible, sí es muy difícil.
¿Qué hacer cuando, en el trato de amistad, conocemos que alguien tiene intención de casarse, pero ya está conviviendo con su pareja? San Juan Pablo II ofrece unas palabras que pueden servir como marco general de la actuación pastoral: «Los pastores y la comunidad eclesial se preocuparán por conocer tales situaciones y sus causas concretas, caso por caso; se acercarán a los que conviven, con discreción y respeto; se empeñarán en una acción de iluminación paciente, de corrección caritativa y de testimonio familiar cristiano que pueda allanarles el camino hacia la regularización de su situación. Pero, sobre todo, adelántense enseñándoles a cultivar el sentido de la fidelidad en la educación moral y religiosa de los jóvenes; instruyéndoles sobre las condiciones y estructuras que favorecen tal fidelidad, sin la cual no se da verdadera libertad; ayudándoles a madurar espiritualmente y haciéndoles comprender la rica realidad humana y sobrenatural del matrimonio-sacramento» (Familiaris consortio, n. 81).
Conviene enmarcar la atención de estas personas desde una perspectiva apostólica amplia, en la que el objetivo es fomentar una vida cristiana más madura y profunda. Con frecuencia, empiezan la cohabitación por falta de formación, o porque llevan tiempo en que han relajado la práctica religiosa, recibiendo poco los sacramentos. En este sentido, el matrimonio se puede proponer como un momento para volver a meter a Dios en la propia vida y redescubrir la belleza de la fe. Por eso, puede ser prudente no afrontar la cuestión de la cohabitación inmediatamente, sino intentar conocer un poco mejor a los novios, para ver cuál es su opinión sobre la Iglesia, con qué actitudes van al matrimonio, etc.
En función de sus disposiciones, se les podría aclarar los aspectos espirituales de la preparación al matrimonio. Hablarles del amor que tienen entre sí, que es un amor único y exclusivo; de cómo ahora quieren decir libremente –ante Dios y el mundo– “Te amo, y te amaré para siempre”; cómo ese amor mutuo es una fuente de vida para ellos y cómo la Iglesia quiere bendecir y proteger su amor, no imponiéndoles nada, sino más bien buscando el modo de ayudarles a mantener y proteger ese amor.
Lógicamente conviene que enseguida acudan al párroco, pero dentro de un marco más amplio, no solo para “que sea el párroco el que les suelte lo de que no deben cohabitar”. De hecho, se procura que los sacerdotes (y este estilo es válido para todos) entablen cierto nivel de trato con los novios, hasta encontrar la ocasión propicia para abordar, con educación y cariño, el tema de la cohabitación. Siempre dentro del contexto de la belleza y de las exigencias del amor propio del noviazgo cristiano, que les ayudará a poner unas bases sólidas de su futuro matrimonio. Desde esta perspectiva, puede explicarles la importancia de la castidad y de poner los medios para vivirla bien.
En muchos casos, los futuros esposos ya saben que la Iglesia rechaza la cohabitación antes del matrimonio. Ellos simplemente optan por no estar de acuerdo, o consideran que la propuesta cristiana es una expectativa irreal en el mundo actual. Por eso, no bastaría con decirles simplemente que la cohabitación suele ser una ocasión próxima de pecado. Conviene hacer ver las razones de estas enseñanzas morales, que protegen el amor entre los futuros esposos.
En el apostolado de amistad, se puede hablar con naturalidad de las distintas etapas del amor entre un hombre y una mujer, y del noviazgo como un tiempo para el conocimiento mutuo y el desarrollo de intereses comunes (literatura, películas, teatro, deporte, etc.). Es, sobre todo, el momento de ejercitarse en distintas virtudes y de tratar los aspectos que van a sostener su unión en el futuro, como su proyecto de familia. El matrimonio inaugura una nueva etapa del amor, en el que encuentran su sentido las relaciones sexuales. Sin embargo, cuando se adelantan al noviazgo, la relación queda empobrecida y se pueden eclipsar otras características del amor mutuo que, con el tiempo, están destinadas a convertirse en el pilar fundamental y el verdadero soporte de la vida conyugal. Los novios pueden quedar cegados por el placer, reduciendo su conocimiento mutuo, sin que perciban su compatibilidad más allá de la unión sexual.
Los cursos de preparación matrimonial afrontarán, es de esperar, este tema, señalando cómo la lucha por vivir la castidad antes de la boda es para el mayor beneficio de la propia pareja. Conviene hacer ver que la experiencia de muchísimos casos demuestra que las relaciones sexuales antes del matrimonio, o la convivencia, no ofrecen ninguna garantía de que los novios se conocerán mejor y de que el matrimonio tendrá más posibilidades de éxito: basta constatar cómo en la mayoría de los casos de fracaso o en las causas de nulidad del matrimonio ante los tribunales, ha habido convivencia previa o, al menos, relaciones sexuales frecuentes antes del matrimonio.
Acerca de la separación antes de la boda
Por lo general, la experiencia demuestra que cuando los futuros esposos notan un interés sincero de ayudar de parte del amigo (y, por ende, del sacerdote), no rechazan los consejos anteriores. En mayor o menor medida, suelen comprender su sentido y, aunque no digan nada al respecto, pueden desear ponerlos en práctica.
La prudencia hará que se busque llevar a las almas por un plano inclinado, sabiendo que en último término el objetivo es que los novios retomen su vida espiritual y deseen fundar una familia cristiana. Pero es indispensable saber qué pasos pueden dar en los distintos momentos. Por eso, es importante el acompañamiento personal: en la conversación privada con cada uno de ellos se les puede ayudar a que descubran el plan de Dios y la importancia de vivir en gracia, aunque ello implique “complicarse la vida” e incluso pueda tener un costo económico. Como se recuerda en el documento Preparación al sacramento del matrimonio del Pontificio Consejo para la familia, hablando de la preparación próxima, «no será éste un tiempo sólo de profundización teórica, sino también un camino de formación en el que, con la ayuda de la gracia y la huida de toda forma de pecado, los novios se preparen a donarse como pareja a Cristo que sostiene, purifica y ennoblece el noviazgo y la vida conyugal. Así adquiere pleno sentido la castidad prematrimonial y descalifica las convivencias previas, las relaciones prematrimoniales y otras expresiones» (n. 37).
Con la gracia de Dios, Luisa motivará a los novios a vivir la castidad en el noviazgo en preparación del matrimonio. Entonces, como parte de los medios oportunos para vivir dicha virtud, se puede animar a interrumpir la convivencia y retomarla después de casarse. De todos modos, no cabe poner la separación como un requisito para la celebración del matrimonio. Sería contraproducente, y probablemente solo consiga que los novios se alejen de la Iglesia. En este punto, por su mismo bien, cabe tolerar una situación que no es la mejor con la idea de ayudarles después. En realidad, un sacerdote solo podría negar la celebración del matrimonio en el caso de que vea claramente que la voluntad de los contrayentes no es verdaderamente matrimonial, o que existen graves carencias que impiden en uno o en ambos contrayentes dar un consentimiento válido. Pero si los novios quieren verdaderamente contraer matrimonio, y son capaces de ello, el sacerdote debería acceder a su celebración, a pesar de que hayan adelantado la convivencia.
La ayuda que Luisa podría dar a Paco y Rocío
En la línea de lo que se ha dicho más arriba, si consiguen verse con cierta periodicidad, les podrá animar a aprovechar el matrimonio como un momento para retomar su vida cristiana.
En ese contexto, Luisa podrá hablarles sobre la castidad y los medios para vivirla. Y por supuesto, animarles a que hablen con el sacerdote. Entonces, les puede sugerir con delicadeza que recen y hablen entre sí sobre este tema, y que consideren si podrían separarse hasta el momento de la boda.
Es posible que los novios señalen que la separación les traerá complicaciones económicas. En este caso, como un argumento entre tantos, se les podría decir que vean la separación como un modo de “invertir en el futuro matrimonio”, ya que es mucho más importante poner bases sólidas para la futura vida matrimonial que ahorrar un poco de dinero.
Como se ha visto, la separación antes del matrimonio no puede ser una condición para celebrar el matrimonio. Por eso, si Paco y Rocío no se sienten con fuerzas para intentar esa vía, Luisa, con caridad y amor al bien auténtico de ellos, los puede seguir acompañando en el proceso de conversión, siguiendo el camino de la gradualidad del que habla el papa Francisco en la exhortación apostólica Amoris Laetitia. En cualquier caso, Luisa debería hacerles ver que la estabilidad duradera de su relación depende también de que no estén demasiado centrados en los aspectos sexuales.
Como se sabe, para recibir con fruto el sacramento del Matrimonio, los contrayentes deben estar en gracia de Dios. Con prudencia Luisa tendrá que buscar el mejor momento para animarles a acercarse al sacramento de la Penitencia, consciente de que el sacramento requiere para su validez un propósito de enmienda que incluye querer poner los medios para evitar las ocasiones de pecado mortal. Por eso, si Paco y Rocío responden bien a la catequesis, y es previsible que accedan a interrumpir la convivencia, entonces podría intentar que se confiesen en breve. Pero si sus disposiciones aún no son muy buenas, probablemente lo mejor será mantener por el momento charlas de dirección espiritual, y esperar a la confesión en los días más próximos de la boda. Luisa tendría que ayudarles a recibir el sacramento de la Penitencia con el suficiente arrepentimiento, que se debería traducir al menos en el propósito de no tener relaciones hasta el día del matrimonio.
Como conclusión, se puede decir que, cualquiera que sea la situación en que se encuentra una pareja que convive, la acción pastoral debe dirigirse a facilitar que esas personas lleguen a una decisión libre que les saque de la situación en la que se encuentran, y lleven una vida que no contradiga la realidad de lo que son (dos personas sin vínculo conyugal). Muchas veces, lo mejor para esas personas será que contraigan matrimonio, purificando y elevando una relación a la que faltaba la verdadera donación de sí –fiel, exclusiva, indisoluble y abierta a la vida–, que en el caso de los bautizados es elevada a la dignidad sacramental. Pero tampoco se puede descartar que, en algunas ocasiones, lo más oportuno sea interrumpir una relación que se arrastra en el tiempo: sería el caso de una pareja que decida contraer matrimonio en la Iglesia solo por cumplir, quizá a insistencia de los padres, con algo que se considera una mera formalidad. En este último tipo de situaciones, el auténtico discernimiento pastoral puede llevar a la conclusión de que lo mejor es que se separen y terminen el noviazgo, y no que, a toda costa, celebren un matrimonio que posiblemente está llamado al fracaso.
Unas palabras del papa Francisco en Amoris laetitia, en el capítulo titulado Acompañar, discernir e integrar la fragilidad, indican el marco para moverse en estas situaciones y similares: «Invito a los fieles que están viviendo situaciones complejas, a que se acerquen con confianza a conversar con sus pastores o con laicos que viven entregados al Señor. No siempre encontrarán en ellos una confirmación de sus propias ideas o deseos, pero seguramente recibirán una luz que les permita comprender mejor lo que les sucede y podrán descubrir un camino de maduración personal. E invito a los pastores a escuchar con afecto y serenidad, con el deseo sincero de entrar en el corazón del drama de las personas y de comprender su punto de vista, para ayudarles a vivir mejor y a reconocer su propio lugar en la Iglesia» (AL, n. 312).
AA.VV.
Bibliografía:
‒ San Juan Pablo II, Ex. Ap. Familiaris consortio, 22-XI-1981, nn. 68 y 81;
‒ Francisco, Ex. Ap. Amoris laetitia, 19-III-2016, nn. 131-133, 205-216, 293-295 y 307-312;
‒ Consejo Pontificio para la Familia, Familia, matrimonio y “uniones de hecho”, 26-VII-2000;
‒ H. Franceschi, voz Uniones de hecho, en Consejo Pontificio para la Familia, Lexicon, Bologna 2003, pp. 835-851 (editado en español por Palabra);