Caso:
Eulalia es una madre de familia de 55 años. Está casada con Tiberio y tienen seis hijos, entre los 15 y los 28 años de edad. Es profesora de lenguas modernas. Cuando empezaron a llegar los hijos, había dejado temporalmente su trabajo para cuidarlos, pero desde hace ocho años ha vuelto a ejercer su profesión, pues ahora todos van a la escuela. Los ingresos adicionales que percibe vienen bien a la familia para pagar el colegio y la universidad, además de otras actividades formativas de los hijos, como unos campamentos de verano. Eulalia y Tiberio se toman en serio su fe católica, buscan tratar al Señor a lo largo del día a través de un plan de vida espiritual, y asisten periódicamente a medios de formación cristiana.
El padre de Eulalia falleció hace varios años, y su madre, Anastasia, aún vive. En los primeros años de su viudez, Anastasia siguió habitando en su misma casa. Eulalia y sus tres hermanos la visitaban con mucha frecuencia. Sin embargo, cuando cumplió ochenta años, la salud de Anastasia comenzó a deteriorarse notablemente. Por eso, desde hace tres años Eulalia decidió, con el apoyo de Tiberio, llevarse a su madre a vivir con ellos.
Al inicio, la incorporación de Anastasia al hogar de su hija no supuso grandes dificultades. Sin embargo, desde hace un año, la atención comenzó a tornarse cada vez más exigente. El neurólogo diagnosticó una demencia senil en Anastasia, que se sumó a muchos otros problemas de salud: no controla sus necesidades fisiológicas y hay que bañarla con frecuencia, no duerme bien por las noches y llama a su hija a cualquier hora, algunos días rechaza el alimento y otros come a cualquier hora, varias veces ha salido a la calle sola y se ha perdido, etc. Aunque estos últimos problemas en sí mismos no son graves, han llegado a alterar la convivencia doméstica, generando estrés en toda la familia, pero especialmente en Eulalia. En casa han llegado a la convicción de que no pueden dejar sola a Anastasia.
Desde hace seis meses, con el apoyo económico de sus hermanos, Eulalia ha contratado una enfermera que cuida a Anastasia durante el horario laboral, lo que le permite ir a trabajar. Sin embargo, cuando llega a casa es ella la que lleva la mayor parte del peso de la atención a su madre. Y esto ha tenido sus repercusiones: Eulalia ha empezado a descuidar su vida de oración, porque está agotada y no se encuentra con fuerzas para rezar; la atención del hogar va muy justa, por más que Tiberio y los hijos hayan asumido varias tareas; además, han llegado quejas de la academia de idiomas en la que trabaja Eulalia, por descuidos en los últimos meses. De hecho, en ocasiones ha tenido que salir del trabajo para atender peticiones urgentes de la enfermera, pues por más que sus hermanos le apoyen con las gestiones médicas ordinarias, si hay un imprevisto, es ella la que tiene que resolverlo.
El punto álgido llegó el día en que Anastasia quiso calentar leche a las cuatro de la mañana y dejó abierta la alimentación del gas. Afortunadamente no ocurrió nada, pero Tiberio decidió actuar. Después de ponerse de acuerdo con los hermanos de Eulalia, decidió tener una conversación con ella para decirle que las cosas no pueden seguir así, que su madre necesita ingresar en una residencia de ancianos donde recibirá una atención especializada. Le hizo ver que esta solución también ayudaría a que ella no estuviera tan estresada, y le recordó que, aunque los achaques de Anastasia no son graves, su salud mental se deteriora progresivamente, por lo que episodios como el del gas probablemente se seguirán repitiendo. A favor de la opción de la residencia, señala que sus hermanos manifestaron que estaban dispuestos a pagar a partes iguales los costos: con esto, más la pensión de viudez que recibe Anastasia, sería posible enviarla a una buena residencia con un sacrificio económico asumible.
Eulalia respondió que no le parecía una buena solución, que el mejor sitio donde va a estar Anastasia es en casa de sus hijos, que en la residencia la van a atender profesionalmente, pero sin cariño, mientras que ella le va a dar todo el cariño que necesita aunque no sepa cuidarla tan bien. Añadió que enviar a un anciano a una residencia le parece que es igual a abandonarlo, y que es una falta contra el cuarto mandamiento. Finalmente, Eulalia comentó que cree que podrían seguir como hasta ese momento, quizá contratando a alguien unas horas más y reduciendo su dedicación a la academia de idiomas, aunque tengan que disminuir el presupuesto familiar.
Tiberio tuvo más conversaciones con Eulalia para intentar convencerla de la solución de la residencia, pero siempre sin éxito. Después de varios días en los que no conseguía llegar a un acuerdo, Tiberio se acordó de don Justiniano: el capellán del colegio donde han estudiado sus hijos, que goza de mucha autoridad moral en la familia. Propuso a Eulalia ir juntos a consultar a este sacerdote experimentado sobre las repercusiones morales del plan de la residencia. La cita se llevó a cabo, don Justiniano pidió algunos días para reflexionar sobre la situación, y ahora se pregunta cómo orientar a este matrimonio.
Se pregunta:
1. ¿De qué modo se puede cumplir el cuarto mandamiento cuando se trata de padres ancianos con demencia senil?
2. ¿En qué condiciones podría ser moralmente lícito, e incluso aconsejable, enviar un pariente cercano a una residencia de ancianos?
3. Quid ad casum?
Anexo:
1. De acuerdo con el Catecismo de la Iglesia Católica, «el respeto a los padres (piedad filial) está hecho de gratitud para quienes, mediante el don de la vida, su amor y su trabajo, han traído sus hijos al mundo y les han ayudado a crecer en estatura, en sabiduría y en gracia» (1) . Además, «cuando se hacen mayores, los hijos deben seguir respetando a sus padres. Deben prevenir sus deseos, solicitar dócilmente sus consejos y aceptar sus amonestaciones justificadas. La obediencia a los padres cesa con la emancipación de los hijos, pero no el respeto que les es debido, el cual permanece para siempre» (2) .
Esto conlleva obligaciones de los hijos que el mismo catecismo concreta en el caso de los hijos mayores de edad: «en la medida en que ellos pueden, deben prestarles ayuda material y moral en los años de vejez y durante sus enfermedades, y en momentos de soledad o de abatimiento» (3) .
Algunos expertos distinguen en la edad madura diversas etapas, que van desde la vejez lozana (en que el sujeto goza de buena salud física y psíquica) hasta la ancianidad dependiente. A veces se habla de la tercera edad (aquella que arranca a los 65 años, momento de la jubilación en muchas naciones) y la cuarta edad (en torno a los 75-80 años, cuando en muchos mayores aparecen problemas funcionales y psíquicos).
Una clasificación habitual distingue entre ancianos capaces de realizar las actividades de la vida diaria y ancianos incapaces de realizar las actividades básicas de la vida diaria. Los primeros, aunque quizá no gocen de buena salud y no estén capacitados para trabajar o hacer actividades intelectuales complejas, pueden vivir independientes porque son capaces de hacer solos las gestiones comunes, toman la medicación, realizan la higiene personal, etc; mientras que los segundos dependen de sus familiares o cuidadores para las tareas vitales básicas, como la alimentación, la higiene o la compra de alimentos. Se considera en esto también la vulnerabilidad de muchos ancianos ante engaños, fraudes y robos en las actividades ordinarias. Si una persona llega a este estadio, los familiares deben buscar un modo de atenderles convenientemente.
Como es obvio, el paso de una situación a otra es gradual, por lo que conviene valorar caso por caso la situación de cada anciano, sin someterse a reglas fijas.
Actualmente, debido al aumento general de la esperanza media de vida, es frecuente que en las familias haya ancianos longevos, que son dependientes e incapacitados para vivir con autonomía. Esto conlleva una problemática compleja y con muchas facetas, y ha originado la necesidad de fundar establecimientos especializados en la atención de estas personas (residencias de ancianos o geriátricas). Algunas naciones han logrado establecer un sistema eficaz de atención de estas personas, tanto con asistencia domiciliaria como mediante una red de residencias geriátricas. También existen fórmulas mixtas, como apartamentos tutelados. En estas iniciativas muchas veces es eficaz la colaboración entre el sector público y el privado.
Habitualmente, el ámbito familiar es el lugar más adecuado para vivir felizmente los años de la ancianidad. En ese contexto se siente el calor de hogar, que ayuda a superar el gran problema del aislamiento y la marginación, que caracteriza esta etapa. Por esto, el deber de los hijos con respecto al buen cuidado que deben hacia sus padres, se suele traducir en recibirlos en sus casas si es necesario. Como dice san Juan Pablo II, «el rechazo actual del modelo familiar patriarcal, especialmente en los países ricos, ha favorecido el creciente fenómeno de confiar al anciano a las estructuras públicas o privadas que, en general, a pesar de sus buenas intenciones, no pueden ayudarle totalmente a superar la barrera del aislamiento psicológico y sobre todo de la marginación familiar, y le privan del calor del hogar, del interés hacia la sociedad y del amor a la vida» (4) . En la misma ocasión añade, refiriéndose al ingreso del anciano en una residencia: «hay que afirmar que no es esta la situación ideal. El objetivo hacia el que hay que dirigirse es que el anciano pueda quedarse en su casa, contando con adecuadas formas de asistencia domiciliaria» (5) . Según Benedicto XVI, «la calidad de una sociedad, quisiera decir de una civilización, se juzga también por cómo se trata a los ancianos y por el lugar que se les reserva en la vida en común. Quien hace espacio a los ancianos hace espacio a la vida. Quien acoge a los ancianos acoge la vida» (6) .
Por otro lado, en términos generales, cabe presumir que las residencias geriátricas no alcanzan a cuidar a los ancianos con el mismo cariño con que lo harían los hijos. Sin embargo, conviene señalar que, a cambio, la atención de estas personas se realiza con mayor profesionalidad y competencia técnica.
No obstante lo anterior, existen dos cuestiones que conviene afrontar cuando se trata del cuidado de las personas mayores: a) el conflicto que puede haber entre la atención a padres enfermos o ancianos, y la atención a la familia que ha formado el interesado; b) la necesidad de mejorar la atención del mismo anciano.
En cuanto al conflicto entre la atención a los padres y a los propios hijos, es sabido que el cuarto mandamiento, que obliga en conciencia a atender debidamente a los familiares, implica un orden (7).
Por lo tanto, parece legítimo buscar otras formas de atención a los padres, además del acogimiento en el domicilio propio, si el cuidado de los padres va a afectar gravemente a la atención de los propios hijos, o incluso otras obligaciones graves como podrían ser las laborales, aunque en estos supuestos debería guardarse la debida proporción: serían situaciones verdaderamente excepcionales. Un ejemplo de esto último sería un empresario del que dependieran varios trabajadores, o un médico altamente especializado del que dependiera la salud de muchas personas y que no tiene sustituto.
En cuanto a la segunda cuestión, la necesidad de mejorar la atención del anciano, conviene recordar que muchos cuidados diarios que necesitan los ancianos dependientes (como la higiene diaria, levantarlo y acostarlo, cambiarle la ropa de cama, vestirlo, incluso alimentarlo) son complejos para quien no está capacitado, y si no lo hace personal convenientemente entrenado, pueden ser causa de sufrimiento para el anciano. Cuando estos cuidados se hacen en una residencia, la persona cuenta adicionalmente con la seguridad de saber que tienen a un médico con gran disponibilidad y enfermeras a todas horas. Por esto, llevar a una buena residencia a un anciano en situación de dependencia (o de vulnerabilidad), normalmente supone una mejora sustancial en su calidad de vida.
2. De lo dicho anteriormente, queda claro que en ciertas circunstancias los hijos pueden considerar llevar a sus padres a una residencia de ancianos. Sin ánimo de ser exhaustivos, cabe señalar los siguientes tres casos:
a) cuando la atención de un pariente anciano en casa conlleva abandonos graves en la atención de otros familiares hacia los que se tiene mayor obligación. Sería la situación de una persona que, por cuidar a sus padres, desatiende a sus hijos. También sería el caso de quien por atender a un tío, descuida gravemente a sus propios padres;
b) cuando la atención a un pariente conlleva graves riesgos para la salud física o psíquica, de uno mismo o del cónyuge o quizá de otros parientes;
c) cuando el ingreso en una residencia supone una mejora sustancial en las condiciones (materiales y espirituales) del anciano.
Los tratadistas antiguos suelen ser muy estrictos al juzgar la posibilidad de no recibir a los padres en el propio hogar cuando estos llegaban a la ancianidad. No obstante, conviene tener en cuenta que esa valoración se realizaba en una época donde las condiciones sociales eran muy distintas de las actuales. Entonces, no recibir a un padre anciano en la propia casa, la mayor parte de las veces constituía un verdadero abandono. En la actualidad, sin embargo, en muchos casos es posible recurrir a una residencia geriátrica en la que el pariente va a estar bien atendido. Esto hace que quepa ser más flexibles en la valoración moral, sin esperar a que las situaciones familiares o de salud descritas más arriba (incisos a-c) lleguen a un punto excesivamente crítico, porque la desatención que sufriría el anciano no sería tan fuerte como quizá lo sería en otra época. Dicho de otro modo, en caso de conflicto, anteriormente la alternativa era dejar casi totalmente desatendido al anciano, mientras que ahora existe la opción de llevar al anciano a un lugar donde será correctamente atendido, a pesar de que le faltará el calor familiar que tenía en casa.
A la vez, dado que existe la posibilidad real para muchas familias de enviar al familiar a una residencia geriátrica, surge la obligación moral de estudiar esta solución si va a redundar en beneficio sustancial del pariente anciano y de la propia familia. Esto es consecuencia de que muy pocas familias pueden ofrecer en casa la atención altamente especializada que a veces requieren los mayores.
En cualquier caso, si los familiares deciden trasladar a una persona anciana a una residencia, deberán tener en cuenta que sus obligaciones no acaban ahí. Han de preocuparse de atender debidamente a su pariente, visitándolo con frecuencia, manteniéndole al día de las novedades de la familia, y si la salud lo permite, llevándolo a las fiestas familiares. No siempre es posible atender debidamente a los padres en la propia casa, pero siempre es posible darles verdadero afecto.
Es expresivo lo que comenta el Papa Francisco: «recuerdo cuando visitaba las casas de ancianos, hablaba con cada uno de ellos y muchas veces escuché esto: “Ah, ¿cómo está usted? ¿Y sus hijos? – Bien, bien – ¿Cuántos tiene? – Muchos. – ¿Y vienen a visitarla? – Sí, sí, siempre. Vienen, vienen. – ¿Y cuándo fue la última vez que vinieron?” Y así la anciana, recuerdo especialmente una que dijo: “Para Navidad”. ¡Y estábamos en agosto! Ocho meses sin ser visitada por sus hijos, ¡Ocho meses abandonada! Esto se llama pecado mortal, ¿se entiende?» (8).
Por otro lado, los hijos procurarán que sus padres reciban una adecuada atención espiritual: la residencia deberá facilitar la asistencia religiosa (al menos, no impedirla), contando, si es posible, con una capilla y un capellán que acuda con la frecuencia oportuna. Actualmente, en casi todas las ciudades de mayoría católica hay una suficiente oferta de residencias con este servicio, porque, por ejemplo, están asistidas o impulsadas por congregaciones religiosas.
En el ministerio pastoral, en opinión de Fernández, «el deber de amar y atender a los padres ancianos es uno de los deberes morales que requieren más atención por parte de los sacerdotes. El confesor debe gravar la conciencia de los hijos en el deber que les incumbe de atender a sus padres en sus necesidades» (9) . Esto conlleva a urgir a los hijos a visitar a sus padres con frecuencia si legítimamente los llevan a una residencia.
3. En la respuesta que don Justiniano dé a la cuestión que le plantean Eulalia y Tiberio, además de recordarles los principios derivados del cuarto mandamiento y el orden de la caridad arriba enunciados, conviene que les haga ver que son ellos los que deben tomar la decisión, siempre pensando en el bien de la familia en su conjunto: tanto el de Anastasia como el de los hijos. Muchas de las cuestiones planteadas son valorativas, por lo que serán los hijos de Anastasia (con el consejo de sus cónyuges, si se quiere) los que deben asumir la decisión.
En cualquier caso, don Justiniano debería recordar que las obligaciones de Eulalia y sus hermanos no terminan con el traslado de su madre a la residencia, sino que tendrán que seguir acompañándola y transmitiendo su cariño en ese mismo lugar, pues su afecto es insustituible. Muchos directores espirituales aconsejan a los hijos que dediquen a sus padres la misma atención que antes, visitándolos en la residencia y haciéndoles regalos, llevándoles fotos, etc. De ese modo, la situación de vivir en la residencia no supone una carga para los padres (porque se sienten queridos y porque están mejor atendidos que antes) ni para los hijos, los cuales disfrutan con sus padres y mejoran sus condiciones de vida al no tener el peso de antes.
(Fuente: Collationes.org)
P.R.V.-E.R.M.
Septiembre 2018
Notas:
[1] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2215.
[2] Ídem, n. 2217.
[3] Ídem, n. 2218.
[4] San Juan Pablo II, Discurso a los participantes en la III Conferencia internacional sobre «Longevidad y calidad de vida», Vaticano, 10 de noviembre de 1988, n. 4
[5] Ibídem.
[6] Benedicto XVI, Visita a la Casa-Familia “Vivan los Ancianos” de la Comunidad de san Egidio en Roma, 12 de noviembre de 2012
[7] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2197.
[8] Francisco, Catequesis en la Audiencia general, 4 de marzo de 2015.
[9] A. Fernández, Teología Moral II. Moral de la persona y de la familia, Eds. Aldecoa, Burgos 1993, p. 593.