
Objetivo de la lección: a qué cuestiones quiere dar respuesta esa sesión.
Con esta lección se desea entender mejor la función imprescindible de la virtud en la vida cristiana. Y ayudar a presentar de modo deseable la adquisición de la virtud; comprender por qué ellas mismas componen el camino de la persona que busca ser fiel con todo su ser. Esta sesión debería ser también una invitación a los asistentes para que sepan hablar de la virtud de modo persuasivo en su apostolado.
¿Qué preguntas han de estar en condiciones de responder los alumnos tras asistir a esa sesión?
– ¿Cuando se califica a alguien de ser una persona virtuosa no suele ser para destacar un carácter enterizo y deseable. Sino más bien a una rectitud moral más bien rígida y fría, ajena a la gama de tonos emotivos que acompañan un temperamento que reacciona incluso emotivamente ante el mal y el bien. ¿Disponemos hoy dia de algún concepto análogo al de virtud, que nos permita hablar de lo mismo?
– Se ha dicho, quizá demasiadas veces, que la virtud se adquiere por la repetición de actos.¿Realmente es así? ¿Es el hecho de «repetir» acciones lo que desarrolla la virtud, o no es más bien el motivo por el que elegimos hacer esas acciones buenas?
– Muchas veces se presentan los comportamientos que han tenido los santos como ejemplos para seguir. Pero pensándolo bien, realmente dos personas virtuosas que tengan temperamento distinto, diferente edad, más o menos experiencia de la vida, etc., pueden tener ante el mismo hecho, en relación con la misma virtud, reacciones distintas: siempre buenas, pero distintas. ¿Ha entendido bien la virtud quien afirme esto?
Un borrador de ideas para esa lección.
La vida moral ha sido imaginada como un continuo progresar en el bien que no conoce pausas. Pelagio, contemporáneo de San Agustín, escribía: non progredi, iam reverti est (Ep. ad Demetriadem 27), entendiendo que tal progreso se realiza en la vida cotidiana, en todas las circunstancias que se pueden presentar, incluso aquellas más menudas y que no están consignadas explícitamente en ningún “manual de instrucciones” de la vida buena. La continuidad del día a día tiene mucho que ver con el concepto de virtud. Este término no significa otra cosa que el gusto por el buen hacer moral (bene agere).
El problema de fondo que se plantea es el indicado por el proverbio una golondrina no hace primavera: la decisión de un momento, por recta y generosa que sea, no basta para transformar la vida de una persona y ponerla en camino hacia su plenitud. Es cierto que la gracia de Dios puede convertir un pecador en un santo, pero no es eso lo ordinario. El progreso moral requiere que el deseo del bien y la voluntad de realizarlo se afirmen como actitudes estables y lo suficientemente dúctiles como para adaptarse, cada vez con mayor facilidad y prontitud, a las diversas situaciones de la vida.
Cuando se habla de virtud se entiende una “disposición moral que induce a la persona a perseguir y cumplir habitualmente el bien”. Se podría decir que virtud designa la figura y el vigor de la persona bien constituida y bien adiestrada para una vida de excelencia moral. Algo, por tanto, sumamente atractivo y deseable. La virtud puede estar tanto en la base de una conducta heroica como de un pequeño gesto de amabilidad. Lo que a veces se olvida es que es más propio de la virtud lo segundo que lo primero: lo extraordinario, por extraordinario, requiere un suplemento moral que no siempre está al alcance de quien lo necesita; es lo cotidiano lo que pide la continuidad de un querer en apariencia modesto que por eso mismo no admite falsificación.
La definición que propone Santo Tomás suena así: virtus est quae bonum facit habentem, et opus eius bonum redit (S Th I-II 55 3). Con ella subraya su especificidad ontológica, el ser una disposición operativa estable que confiere firmeza, buen sabor y elegancia al hacer humano. Santo Tomás supo colocar las virtudes dentro de un contexto antropológico. P. e., la escuela franciscana asignaba todas las virtudes a la voluntad, con el riesgo de trasformar esa potencia en el árbitro absoluto de la vida moral. El Aquinate, en cambio, las distribuye entre todas potencias, incluidas las tendencias concupiscible e irascible, reconociendo así la contribución positiva de lo “racional” y de lo “irracional” (pasiones, emociones, sentimientos) en la genésis de una vida lograda.
La vida moral necesita una cierta selectividad y continuidad. Selectividad, porque son las circunstancias de cada uno lo que pueden hacer más necesaria una virtud que otra. Continuidad, porque no es posible hacer el bien partiendo siempre desde cero. La estabilidad y coherencia que nacen de las virtudes vienen a configurar el perfil moral, la actitud de fondo de cada persona, su entereza en el bien. Quien es paciente por virtud, lo demostrará en la parada del autobús, en la cola del dentista, en el restaurante, etc. Probablemente, en cada caso de diferente manera.
La virtud indica un comportamiento valioso, una cualidad apreciable de la persona, que la hace buena y le otorga madurez y perfección. Además la convivencia con una persona virtuosa es más fácil, más agradable, más rica. Imaginar lo que sería tener que compartir la existencia con alguien que carezca por completo de ciertas virtudes: por ejemplo, con una persona injusta, perezosa, desmedida.
Una característica de la virtud que hace muy apreciable su adquisición es lo que podríamos llamar la constancia en el buen comportamiento: no es un acto aislado, es una actitud. Sólo puede hablarse de virtud cuando alguien es justo o está dispuesto a prestar ayuda no una o varias veces, o cuando se presente la ocasión, sino siempre o casi siempre. La virtud forma parte del carácter, es un determinado estilo de vida, una especie de segunda naturaleza.
Las virtudes además aportan creatividad a la vida moral de las personas. Si en los mandamientos, sobre todo los negativos, se señalan acciones que deben ser evitadas semper et pro semper, en cambio en la virtud nunca se toca techo, empujan siempre hacia adelante. Por así decir impiden que, en nuestra búsqueda de la santidad, se tomen descansos aduciendo que “ya se ha cumplido lo que estaba mandado”. Y muestran el carácter progresivo, en crecimiento, de la capacidad humana de ser mejores. Forma parte de su definición la afirmación de que ser paciente, estar dispuesto a prestar ayuda o ser moderado, por ejemplo, son cualidades que se desarrollan, y que avanzan siempre a mayores cotas de probabilidad de que se actuará de esa manera. La inclinación hacia el recto comportamiento aumenta y se intensifica de tal manera que puede contarse cada vez con mayor seguridad de que la actuación estará a la altura de lo esperado.