
Objetivo de la lección: a qué cuestiones quiere dar respuesta esa sesión.
Comprender la acción moral requiere examinar, como ya se ha hecho, el papel de las facultades específicamente humanas, inteligencia y voluntad. Pero también es necesario referirse al papel que desempeñan otros factores que también inciden en el comportamiento. Estamos hablando de ese mundo interior de emociones y sentimientos presentes en cada ser humano. Los estudiaremos brevemente desde un punto de vista moral, es decir en tanto en cuanto inciden en el comportamiento libre; el estudio desde otras perspectivas corresponde a la antropología.
¿Qué preguntas han de estar en condiciones de responder los alumnos tras asistir a esa sesión?
– ¿Qué son las pasiones, sentimientos, emociones?
– ¿El ideal moral es llegar a ser impasibles, o las pasiones facilitan la vida moral?
– ¿Cómo influyen las pasiones en la responsabilidad por las propias acciones?
¿Qué enseña el caso práctico?: el sentimiento del rencor, el amor hacia quien nos resulta odioso (OPCIÓN 1); educar los sentimientos (OPCIÓN 2).
Un borrador de ideas para esa lección.
Una de las novedades éticas del Evangelio, por contraposición a la moral legalista de los fariseos, es la valoración extremadamente positiva de los sentimientos: del corazón – que incluye tanto la voluntad como la razón y las pasiones– nace la acción moral. Para un cristiano no basta la acción exterior. Sin embargo, está claro que tampoco son suficientes los solos sentimientos. Se puede aplicar aquí la síntesis que San Pablo establece entre la fe y el amor cuando habla de la fe que actúa por medio de la caridad (Gal 5 6).
No siempre en la teología moral se ha respetado esta posición equilibrada. Ha habido épocas en las que, exagerando el carácter irracional de las pasiones (por influjo maniqueo), se las miraba con desconfianza. O por el contrario, sobre todo desde el siglo pasado, ha cobrado auge la “moral de los sentimientos” para la cual la conducta no vale nada si no está gobernada por buenos sentimientos. En su forma extrema esa moral sostiene que no puede ser pecado algo que se hace por una emoción buena (el amor, el deseo de poner fin a una pena, etc.).
La “moral de los sentimientos” es hoy día uno de los principales responsables del grave relativismo moral de la sociedad contemporánea. Pero sería un error pretender contrarrestarla a base de devaluar el papel de la afectividad o de exagerar su supuesta total irracionalidad. La racionalidad humana significa ser causa sui y no se reduce a la sola razón-facultad o la sola voluntad-facultad, sino que incluye una afectividad que es humana y que de algún modo es causada también por la persona y no sólo padecida.
En el ser humano, la unidad substancial entre cuerpo y espíritu hace imposible que se pueda aislar lo puramente sensorial de lo puramente intelectual. Todo, incluso algo tan somático y elemental como un tono vital exaltado o deprimido, puede influir sobre la acción moral.
Entre todos esos elementos no estrictamente racionales, la ciencia moral ha dedicado particular atención a lo que hoy llamamos afectividad. Entre ellos se incluyen, por un lado, las tendencias o instintos, por otro, las reacciones emotivas.
Por lo que se refiere a las tendencias, se las ha clasificado en tres niveles: el más elemental comprende el instinto de conservación, el de perpetuación (procreación) y el de crecimiento; en el nivel intermedio, sensitivo, se colocan otras inclinaciones como el instinto gregario, el de posesión, el de exploración, etc.; en el nivel superior, racional, encontramos las tendencias para nosotros mejor conocidas porque son específicas de la persona humana: el deseo de conocer la verdad, de convivir con los demás, de buscar a Dios, etc.
Lo que distingue cada tendencia de las demás es el bien hacia el cual cada una apunta. En cambio la modulación de las tendencias es algo peculiar de la naturaleza del sujeto. La tendencia asociativa, p. e., es muy distinta en el ser humano respecto a los animales.
Todas las tendencias humanas, en sí mismas, tienen en común el estar ordenadas al cumplido desarrollo y realización del bien de la persona. Por eso orientan a la felicidad y merecen una valoración positiva.
Si las tendencias son como un movimiento que lleva al sujeto a salir de sí mismo y a proyectarse sobre el mundo en busca de algo mejor, las emociones o sentimientos son la reacción, la resonancia interior consiguiente a la percepción o al contacto con otras realidades.
La percepción de una cosa como buena para mí despierta el deseo (la tendencia), pero ese movimiento se acompaña, sosteniéndolo, de una emoción, amor, que se trasformará en alegría o en tristeza según se consiga o no se consiga satisfacer el deseo.
Los sentimientos y emociones de por sí no son voluntarios sino espontáneos: el sujeto no los causa directamente sino que los padece; por eso se denominan “pasiones”: alegría, temor, odio, etc.
De todos modos, sabemos por experiencia que emociones y sentimientos pueden ser excitados y moderados de alguna manera, y ésa es una de las funciones de la virtud.
En la persona humana, las reacciones pasionales tienen una base orgánica (el corazón se acelera), van acompañadas de una vivencia psíquica (el ánimo se exalta) y a veces incluso alcanzan una resonancia espiritual (decimos p. e. que el alma se ilumina).
Las emociones constituyen como una primera e imperfecta indicación o percepción moral, pues alegría, entusiasmo, ternura, estimación, etc. se originan en presencia de un bien, mientras que tristeza, temor, susto, pesadumbre, indignación, preocupación, etc. están relacionadas con la percepción de un mal inminente.
La ciencia moral considera pues las pasiones desde dos puntos de vista:
1) en cuanto al influjo que las emociones por sí mismas ejercen sobre la vida moral. Así por ejemplo hay pasiones que empujan a la acción (amor, ira) y otras que paralizan (miedo);
2) en cuanto que tendencias y emociones son moderadas, asumidas o rechazadas voluntariamente por la persona, de modo que, porque causa sui est, ya no sólo ama o teme, sino que quiere amar y quiere no temer.
Es innegable que emociones y sentimientos pueden interferir en la acción moral, y esto sucede por dos caminos: 1) dificultando y aun impidiendo el discernimiento de la razón, y 2) presionando directamente sobre la elección voluntaria y condicionando así la decisión final.
En el primer caso, se merma la libertad en su raíz, y con ella la imputabilidad y responsabilidad moral (decimos p. e. que la ira ciega). En el segundo caso, de ordinario solo se disminuye o aumenta la responsabilidad (el crimen pasional).
La posición de la teología moral católica respecto de la afectividad podría resumirse así:
a) Emociones y sentimientos proporcionan una primera y espontánea percepción acerca del bien o del mal.
b ) Esos movimientos por sí mismos se dirigen a un bien parcial, a satisfacer una necesidad particular, y por eso mismo constituyen ya una ayuda preciosa para el recto vivir moral: el bien habita más cerca del corazón que de la razón.
c) No obstante, los afectos necesitan ser integrados en el bien total de la persona (bonum humanum), lo que se logra con el discernimiento que opera la razón práctica y la elección de la voluntad orientada hacia el bien.
Educación de la afectividad. Es experiencia común que en la persona buena las pasiones se despiertan cada vez más en conformidad con la recta razón. Esa conformidad se logra mediante las virtudes morales, que tienen por misión no la de reprimir la afectividad sino la de encauzarla para que cumpla el papel que le corresponde en la acción moral.
Las virtudes, pues, no sustituyen y menos aún arrinconan la afectividad, más bien la potencian. Las tendencias y los sentimientos debidamente educados facilitan mucho una vida moral coherente y lograda.
Corrientemente suele decirse que “en el corazón no se manda”, queriendo subrayar que la afectividad no es manipulable a nuestro antojo.
En realidad emociones y sentimientos son mucho más modulables de lo que se piensa. De hecho en la persona virtuosa las pasiones se despiertan cada vez más en conformidad con la recta razón y con sus intereses, mientras que en la persona viciosa sucede lo contrario, hasta el punto de que, si no se corrige, terminará dominado – esclavizado decimos – por sus pasiones.
Las potencias racionales no tiene respecto a las pasiones, como se decía antes, un dominium despoticum sino politicum: no pueden moderarlas a la fuerza, no deben gobernarlas “contra ellas” sino “con ellas”. Sólo de ese modo tendencias y sentimientos contribuirán con rapidez, agudeza, flexibilidad y acierto a encontrar la solución moralmente correcta a los problemas hic et nunc.
La educación de la afectividad, como ya se ha apuntado antes, es fundamentalmente educación en la virtud, como se verá con más detalle en la lección correspondiente.